Paper #1
El Whitney Museum en Manhattan
Como abstracción Manhattan tiene un lugar en la mente de todos. Manhattan es un concepto. También existe. Al andar por sus calles, el visitante se somete a las normas que imponen sus rascacielos. El ojo se agota de hacer la distinción entre lo vertical y lo horizontal. Lo que podría alejarse horizontalmente en la distancia se aleja, en su lugar, hacia arriba, formando un ángulo indeterminado con el cielo. Desaparece el edificio-objeto ante la imposibilidad de percibirse en un único golpe de vista. Las fachadas de los edificios se superponen a modo de collage para ofrecer un continuum de texturas que el ojo recoge y recorta en tapiz urbano. Un tapiz cuadriculado de anuncios publicitarios, escaparates, puertas y ventanas, sobre todo, ventanas. La densidad de la población que trabaja en Central Manhattan deja poco espacio para entrever. Para encontrar espacio hay que mirar hacia arriba. El gesto de levantar la cabeza para acompañar con la vista el desarrollo de los desmedidos edificios requiere tener la perspectiva suficiente para contemplarlos, retroceder hasta encontrar esa distancia necesaria.
Al pasear por Madison Avenue, los transeúntes atentos no tardan en reparar en el gesto del Whitney. El edificio se retrasa perdiendo la alineación urbana para generar una concavidad. Dicha concavidad tiene dos componentes: una horizontal que repliega la fachada generando tres líneas de sombra, a modo de umbral que anuncia desde lejos la inquietante presencia del edificio, y otra vertical, que excava un foso respecto a la cota cero de la calle para generar un patio exterior deprimido. Sobre dicho vacío se tiende una pasarela de acceso que conecta puntualmente la calle y el edificio.
"¿Qué debe ser un museo, un museo en Manhattan? Es más fácil decir primero qué es lo que no debe parecer. No debe parecer un negocio o un edificio de oficinas, no debe parecer un lugar luminoso de espectáculo. Debe transformar la vitalidad de la calle en la sinceridad y profundidad del arte?"
Marcel Breuer 1
Imaginemos que solo se hubiera dado la componente horizontal del movimiento. En ese caso, el plano del suelo de la gran avenida se deformaría bajo el umbral, los peatones invadirían ese espacio regalado a la calle para cobijarse un día de lluvia o para atajar hacia la anunciada calle 75, pues el retranqueo de la fachada permite también desmaterializar la esquina de la manzana. En cualquier caso, la consecuencia de tal movimiento hubiera sido la invitación a la entrada masiva al edificio. Una gran boca ensombrecida que funciona como una puerta de escala urbana.
Sin embargo, el programa de un museo necesita una distancia capaz de transformar el ajetreo de la calle en el silencio contemplativo de la obra de arte. Una distancia física, un espacio intermedio, pero también mental, el tiempo para tomar conciencia del acto de atravesar y entrar en el museo. El edificio restringe su entrada a un único punto de acceso, por lo que el peatón debe decidir ir a buscar el puente y entrar en el museo.
El hecho de que el puente tenga su propia estructura que descansa sobre el lecho del foso, en lugar de apoyarse entre la calle y el edificio, permite hacer la lectura de este espacio intermedio como un espacio autónomo; no es un espacio subordinado a la calle ni al edificio, sino un espacio independiente, con límites y entidad propia. El paramento de vidrio que separa el espacio interior del vestíbulo podría leerse como un gran hueco en la fachada; una ventana cuyo antepecho y dintel interrumpen la continuidad del pavimento y del forjado definiendo un límite claro entre interior y exterior. Cuando el visitante, tras atravesar el puente, ve su propio reflejo superpuesto a la parcial transparencia del muro de vidrio, toma conciencia del acto de entrar. Transparencia y reflejo se alían en una complicidad donde interior y exterior no se fusionan, sino que se interpenetran. Si de día es el reflejo del paramento de vidrio lo que segrega, de noche es la textura luminosa del techo lo que explica esa voluntad de ruptura.
En el interior, al otro lado del vidrio, el edificio tiende una pasarela para acoger al visitante. El cambio de sección potencia la discontinuidad. En apenas doce metros, el visitante atraviesa tres situaciones distintas. Primero, un dosel de hormigón avanza sobre la acera, transformando el puente en puerta, una puerta de escala humana. A continuación, el repliegue de la fachada se convierte en un dintel de escala urbana. Finalmente, el visitante atraviesa la pasarela interior, un túnel de hormigón. El resultado es una secuencia de contrastes de luz y sombra que potencian el efecto de esa distancia mental necesaria.
"¿Qué debe ser un museo, un museo en Manhattan?, ¿Cuál es su relación con el paisaje de Nueva York?"
El programa requería un espacio intermedio. Breuer escoge como mecanismo para generarlo el setback característico de los rascacielos. El hecho de invertir el setback transforma algo habitual en Nueva York en un dispositivo, que genera la extrañeza necesaria para llamar la atención del transeúnte sobre el edificio-museo, pero, a la vez, la familiaridad suficiente para reconocerlo en Manhattan. A partir de aquí, esta ambigua actitud del edificio se manifestará en todas las decisiones de proyecto. El edificio se integra en el lugar por contraste, en un diálogo de contrarios.
El Whitney es por su uso un lugar donde contemplar la obra de arte, pero también un lugar desde el cual mirar Manhattan. La decisión de hundir el patio induce al visitante el acto de levantar la cabeza para lanzar la mirada hacia al cielo recortado por el skyline. Vista que queda enmarcada por el perfil retranqueado del edificio. Frente al espacio museístico alejado de la calle, los espacios para el descanso, el restaurante y el vestíbulo, se relacionan con el exterior a través del espacio intermedio. También las escasas ventanas del edificio, liberadas de los requisitos de iluminación y ventilación natural, están pensadas desde el interior como un descanso para la mirada. El propio detalle de la sección de la ventana abocinada explica esa dirección de salida. No es el exterior que inunda el espacio interior, sino la mirada del espectador que va a buscar el alivio exterior. Esta interpretación se deduce también del enigmático retrato fotográfico de Breuer, que encabeza este artículo, en el que distinguimos el rostro del arquitecto envuelto y superpuesto al reflejo exterior. Ningún otro elemento del interior se distingue, tan solo la mirada de Marcel Breuer, a través del vidrio, es capaz de imponerse al reflejo.
Cada sala de exposiciones tiene una ventana para permitir esta fuga de la mirada hacia el exterior. El tamaño y el orden de las ventanas, aparentemente aleatorios, que se percibe en la composición de fachada, responden a la escala y la disposición en planta del espacio interior. Las ventanas de la fachada lateral son más pequeñas para responder al tamaño y la altura simple de 3,83 metros de las salas. Se trata de salas con otro carácter:
"Parece que los espacios de galería amplios y abiertos con particiones móviles deben ser cuidados, pues de otra manera la impresión general sería demasiado aséptica, para alejar el carácter de arte. Para evitar este peligro el peligro de -el arte para un museo de arte- sugerimos para las galerías materiales bastante poco sofisticados, cercanos a la tierra: techos de hormigón texturado y rugosos; suelos de láminas de pizarra; muros cubiertos de lienzo. Además, el diseño incluye un número más pequeño de habitaciones fijas, con decoración y amueblamiento definidos. Pintura y escultura pueden mostrarse en los perímetros interiores de forma similar a una casa o a un lugar de reunión, o una oficina o un edificio público, teatro, restaurante, escuela."
Como en una casa, la mesa se sitúa estratégicamente contra el antepecho, bajo la ventana. Todos los elementos de la estancia cobran un carácter más doméstico, incluso el pavimento de pizarra se reemplaza por una moqueta más cálida.
Frente a estas ventanas domésticas, la gran sala de exposiciones de más de cinco metros de altura, adecuada al formato de la obra de arte contemporánea, cuenta con una enorme ventana. Dicha ventana asume un marco trapezoidal para neutralizar el efecto de cuadro-ventana capaz de competir con las obras de arte expuestas en sala.
La organización de la planta responde al carácter diferente de las calles de distinta jerarquía. Una única ventana de gran escala se asoma a la Madison Avenue en oposición a las ventanas más domésticas de la calle 75. Si observamos el edificio desde la esquina, las ventanas dan en su conjunto una lectura muy unitaria, potenciando su percepción como edificio-objeto. Si examinamos la deformación de las ventanas, veremos que todas dan la espalda a la medianera para dirigir la mirada tangencial hacia la esquina. Así, también desde el espacio interior el visitante es capaz de intuir y recordar la condición de esquina urbana del edificio.
Volver a callejear. En las aceras, a unos centímetros por encima de la altura de las cabezas, se apilan las escaleras de incendios, aferradas como anclas a las fachadas. Los depósitos de agua están fuera, sobre las cubiertas de los antiguos edificios. La consecuencia es que se deja fuera lo que en otras partes acostumbra a estar dentro. Los grandes rascacielos de cristal, encendidos por la noche, demuestran el mismo principio y lo elevan al rango de la mitología: su iluminación interior se convierte en la característica dominante del medio exterior nocturno de toda la isla. Lo que uno esperaría que sucediera en el interior, aquí sucede en el exterior. Frente a la transparencia nocturna, los rascacielos durante el día reflejan lo que tienen enfrente negando lo que está detrás. No hay interioridad.
El Whitney niega su interior tras la tectónica volumetría. Las tres líneas de sombra, que generan la fachada retranqueada, no explican las nueve plantas del edificio, de las cuales cinco son de uso público y cuatro privadas. El programa permanece oculto tras los muros de granito. El retranqueo de la cubierta del edificio permite generar un patio en la última planta donde se ubican las oficinas. Programa que satisface así su necesidad de iluminación y ventilación natural, a la vez que consigue un espacio de aislamiento adecuado para la concentración del trabajo. El mismo mecanismo, que generaba el patio de escala urbana en las cotas inferiores del edificio, genera en este nivel de uso privado un patio más doméstico.
El hormigón de las medianeras y el revestimiento de granito gris sin pulir acentúan el carácter tectónico y silencioso del edificio, frente al ruido de reflejos y brillos de las pieles ligeras de vidrio y metal pulido de los rascacielos. Podríamos decir que el edificio se calla, pero a la vez escucha. Los grandes paños de fachada maciza recogen la luz reflejada por las ventanas de los edificios vecinos, dibujando una textura cambiante a lo largo del día. Una vez más, la sorpresa y el contraste de un edificio macizo e inalterable. Pero al mismo tiempo, vibrante al ritmo de reflejos que recuerdan la densidad de ventanas, típica del paisaje de Nueva York(9).
Tras la visita al interior del edificio, volvamos a salir ahora para elevarnos a vista de pájaro y entender el edificio en su situación urbana concreta. Del Nueva York genérico nos desplazamos a la esquina de Madison Avenue con la calle 75, a una manzana de Central Park, entre la Quinta Avenida y Park Avenue. La primera operación pasa por levantar dos medianeras de hormigón que garantizan la independencia del edificio respecto a la edificación colindante. La segunda consiste en generar una discontinuidad, retrasándose de la alineación urbana. La medianera queda parcialmente vista. El edificio-objeto aparece como figura recortada sobre el fondo de la medianera.
La sección también genera mecanismos de autonomía al hundirse respecto a la cota de la calle. El sorprendente perfil de la franja de comunicaciones verticales empieza a cobrar sentido cuando se piensa como una extensión de la medianera, como un grosor independiente a la espera de recibir la entrega del cuerpo principal del edificio. Esta franja no aparece revestida de granito gris, sino que deja visto el hormigón como acabado de fachada. El alzado de la calle 75 deja una pequeña franja de separación que le permite ventilar la escalera de emergencia. El pavimento del patio también se separa del muro de contención de la calle dejando una franja para plantar. El hecho es que el granito no se entrega nunca directamente contra las medianeras. Sin embargo, en la esquina el despiece y encaje de las losas de granito de la fachada se articula en esquina. Se comprueba que a distintas escalas, desde la urbana hasta la del detalle constructivo, el edificio responde con coherencia a la lectura de edificio-objeto.
En la maqueta de la propuesta de Christo y Jeanne Claude para intervenir en el Whitney, se distingue también la autonomía conceptual de las distintas partes. El detalle del cambio de color del envolvente de la pasarela permite entenderla como un elemento auxiliar y autónomo de la obra.
Si bien el edificio busca cierta autonomía, tampoco renuncia al diálogo con su entorno más próximo. La continuidad de la cornisa de la fachada vecina de Madison Avenue mediante la sombra provocada por el último retranqueo del edificio teje sutiles vínculos que esquivan el mimetismo inmediato.
Si leyéramos los núcleos de comunicaciones como un vacío vertical, sería posible interpretarlo como una extensión del vacío exterior. Breuer describe el edificio como una escultura, una masiva pirámide invertida. Después de este análisis, podría matizarse esta afirmación. Se trata de una escultura que no nace tanto de la construcción del lleno como de la excavación del vacío del perímetro virtual de una esquina de la manzana neoyorquina.
- 1Marcel Breuer, "Comments at the Presentation of the Whitney Museum Project"